Pistas del programa
Cumbia Sampuesana / Grupo Soñador
María Teresa y Danilo / Hansel y Raúl
Negro José
Carruseles
La sampuesana
Cumbia en do menor
Ahí estaba, con su mano puesta sobre la mía. Hacía tanto que me no lo veía que su mirada me pareció diferente, con cierta dureza. Habíamos dejado de ser adolescentes. La voz ahogada en eco pareció haber anunciado aquel encuentro. Era evidente que no me reconocía. Tiempo atrás seguramente hubiera corrido a abrazarme, esta vez era diferente.
Miré a mi alrededor buscando a los demás que en aquel entonces nos reuníamos por las tardes para disfrutar de las cervezas, no los encontré. Ya no importaba. Desde siempre tuve cierta atracción por Andrés, tal vez era algo oculto en sus feromonas ya de por sí discretas, o tal vez la complexión que denotaba fuerza y resistencia.
En medio del tumulto de gente que nos aplastaba, hizo varios intentos por girarme, en una de los compases que la música nos daba, el tropiezo con los demás cuerpos nos hizo sonreír y a él por primera vez voltear a verme a los ojos. Sus hermosos ojos, enormes y siempre con ese algo que ocultaba, impregnándolo de cierto misterio.
Difícilmente antes me hubiera atrevido a besarlos sin razón, sin embargo ahora sé que podía hacerlo sin mayor reparo. No obstante me detuve ante la discreta mirada de la que supuse era su acompañante de noche, a no ser por tratarse de su esposa... e hijo.
Una gota de sudor escurrió por su frente. Quise lamerla, recorrer su rostro entero y beberme cada fluido que de su cuerpo emanara. Siempre lo había amado, y a pesar de haber transcurrido casi diez años desde la última vez que nos hablamos, aún seguía sintiendo ese tremendo deseo que me hizo en más de una ocasión apretar sutilmente su mano como muestra de mi ansiedad.
Me acercó a su cuerpo tomando mi cintura, deleitándose con la desnudez de mi espalda, que, a pesar del frío se mantenía tibia por la agitación del baile. Entonces pude sentir la tibieza de su aliento con olor a cerveza bañar la zona desnuda de mi hombro. Aquello me excitó. Deseé susurrarle al oído, que me llevara lejos de ahí, que se olvidara de su vida entera y que la reiniciara junto a mi, o mejor aún, que nos largaramos lejos, allá de donde yo había regresado. Que sería posible que incluso yo lo mantuviera, mi negocio había resultado fructífero y bien podía alimentar una boca más e incluso llevarlo a vivir hasta mi departamento.
No lo hice. Tuve que contenerme ante el temor del desprecio. Tantas veces me habían despreciado que ni eso me había hecho fuerte ante esa sensación. Quizá era a lo que más le temía en la vida, a eso y a que supieran mi pasado, más por las preguntas prácticamente obligadas aunque siempre a razón del morbo que por mero interés por mi vida.
Arrastró sus dedos tibios por mi omóplato por todo lo largo de mi ante brazo, provocando a mis poros estremecerse, llegando hasta su destino, mi mano.
Justo en ese momento los tambores sonaron, como anunciando una danza erótica, trival, autóctona, donde creí vernos desnudos bailando el uno para el otro, como en un rito, como si fueramos animales en celo cortejándonos. Mi corazón se aceleró ante aquella ensoñación y sin poderlo evitar en un movimiento que me hizo estar pegado a él, puse una de mis manos sobre su pecho, comprobando la dureza de su cuerpo, reconociéndolo, disfrutándolo.
Hacía algunos años había partido de la inmensa ciudad que tanto añoraba, para no volver si no hasta hoy. En aquel entonces, siempre salíamos juntos, para todo, cualquier pretexto era bueno y más aún para mi que desde que lo conocí, sentí que podía regalarle mi vida entera. Incluso llegué a ser su confidente. Cada vez que me contaba de un nuevo romance, mi corazón se desmoronaba para luego, a solas, recogerlo y pegarlo con algún pegamento de negación. Tal vez fue por eso que me fui.
Mi estadía en Ciudad Juárez me convirtió en otra persona, y creí haberlo olvidado por momentos, sin embargo eso no fue posible. Nunca pude pensar en otra persona que no fuera él, cada vez que escuchaba el nombre de Andrés.
Pese a todo, tuve que dejar de llamarle de escribirle o de incluso soñarlo todas las noches, era algo que jamás podría ser y que me partía el alma sólo pensarlo. Sin embargo, la añoranza por mi eterna ciudad de los palacios me hizo regresar y encontrarme con que se celebraba la fiesta del barrio.
Una gran carpa nos protegía del inclemente frío, que, al cabo de unas horas de baile, ya ni siquiera era posible sentirlo.
Siempre soñé con bailar con él, pues nunca, durante toda nuestra adolescencia se había dado la oportunidad, jamás había tomado su mano de esa forma ni él había tomado la mía, por lo que aproveché cada segundo y desee que la cumbia, se hiciera tan eterna, como mi amor por él.
La música estuvo por terminar con su mano aún en mi espalda y sin reserva me acerqué hasta su oído para decirle a discreción que quería estar con él. Me había olvidado de mi máximo temor, me había olvidado de todo y de todos, era mi única oportunidad de estar con él y así sería, si el destino lo quería y si él, aceptaba.
Los segundos ante su respuesta fueron casi interminables, cada uno se hizo una vida entera y su mirada buscó entre el tumulto de gente, buscando o más bien... ocultándose.
La música inició de nuevo y con firmeza me tomó de la mano, jalando con delicadeza hasta una zona que descubrí apenas iluminada por un nicho, donde la figura de una virgen maría se hallaba aburrida.
No tuve que hacer mucho cuando de momento me tiró con fuerza para ponerme justo frente a él y besarme con violencia. Sus labios se apoderaron de los míos en cuestión de segundos, en un instante ya estaban nuestras lenguas enredadas y sus manos en mis nalgas.
Sentí desvanecerme, sentí que toda la vida se consumaba en ese instante, en ese sueño hecho realidad y pensé en los milagros y pensé en la virgen y pensé en su discreta mirada a un lado mío, detrás del cristal que la guardaba tibia; y nada, absolutamente nada, me importó.
De inmediato sus manos recorrieron mis endurecidas nalgas, bajando hasta donde la falda terminaba para sentir por encima de las pantimedias el calor de mi piel. Creí tener un orgasmo, creí que en aquel momento todo terminaría por lo que con ambas manos lo apreté por la espalda impidiéndole salirse de mi beso.
Recorrí la ancha espalda, jalándola a mi cuerpo, como para no dejarlo escapar, como para que no pudiera entrar el arrepentimiento entre los dos.
Metió entonces su toscas manos debajo de mi falda, iba dispuesto a todo. Llegó al borde de mis calzones y en un santiamén hundió ambas manos. Tuve que echar la cabeza hacia atrás para darle paso a sus desesperados besos que pretendían devorarme, devorar mi deseo, devorar mi cordura.
Entonces las manos comenzaron a viajar hacía mi sexo, aquello me hizo estremecer y en un acto casi instintivo, giré mi cuerpo entero para entregarle mis nalgas por completo. Él entendió a la perfección mi mensaje por lo que sin pensarlo me tomó de las caderas y con premura liberó su sexo de la presión del pantalón.
Pude sentir como su grueso miembro abría el orificio más estrecho de mi ser. Era un idilio hecho realidad, un milagro que la virgen con su discreta mirada me regalaba y que yo le agradecí con sutiles gemidos, empañando un poco el cristal de su nicho. Quise rezarle, elevarle una oración, hincarme y pedirle perdón por mancillar su nicho, pero no, no podía, no tenía claridad, mi mente estaba revuelta, extasiada y mi cuerpo excitado, pidiéndome continuar con todo aquel placer. Entre la música de fondo que nunca nos abandonó, pude escuchar un fuerte resoplido que incluso sentí golpear contra mis nalgas. Tenía su respiración en mi cuerpo, su cuerpo dentro del mío, sus manos tocándome, sus manos acariciando mi deseo, mi amor por él y yo tenía ese instante para ser feliz.
Logró entrar por completo y entonces mi razón se perdió, olvidándome de toda sutileza descargué gritos que por la fuerza del sonido no lograron llegar más lejos del iluminado altar con la figurita viriginal a quien de vez en vez miraba con cierto pudor.
La canción del negro José me hizo recordar quien era. Me hizo regresar a nuestros años de adolescencia y a aquel deseo que me obligaba a buscarlo, a llamarle cada sábado para asistir a los bailes del barrio y danzar con los travestis que ahí estaban dispuestos. Recordé como muchas veces él me había dicho que jamás tendría sexo con uno de ellos, jamás podría estar con uno de esa manera.
Un fuerte golpe de su pelvis contra mis nalgas me hizo saber que había depositado todo su orgasmo dentro de mi ser, que me había llenado con su lujuria y que me sólo eso me regalaría, no más; que su amor nunca lo tendría, que jamás podría tener una vida ordinaria a lado suyo, nunca, ni a pesar de que hacía unos años que había dejado de llamarme José, para convertirme en Josefina.
15 marzo 2010
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