30 julio 2009

Gallo rojo

Pues no cejaré en el intento. Aquí está un programa más para todos aquellos que gustan de visitar este blog. Aunque sé que me hace falta darle más agilidad al asunto, quiero pedirles, suplicarles, paciencia, a veces el oficio es un tanto lento, sobre todo cuando no se tiene mucho talento, jaja, eso ya se los dejo a ustedes decidirlo. Así que ahí les dejo este cuentesito para que le echen un vistazo o en su defecto descarguen el podcast, se preparen una deliciosa bebida, enciendan un cigarrito o mejor aún, enciendan la pasión con su pareja, o parejas según sea el caso ¡a disfrutar entonces!



Sé que era lo mejor. Tenía que irme Aleida, quizá fue el destino el que me susurró, que debía hacerlo.
El mundo sin libertad es como querer ver tus ojos con un velo de noche; sabiendo tal belleza pero sin la emancipación natural de poder admirarlos.
Mi techo de ocaso, cae sobre mi como hoja de otoño en Praga, flotando por el leve airecillo que impide la caída abrupta. Los habanos se me terminaron, así que tuve que sacar el que guardaste en la caja de madera antes de partir. Tendrás que pedirle a Fidel te de algunos para que los envíes.
Aún recuerdo el sabor de tus labios. Aún después de haber encendido el habano y escurrir de éste una larga cabellera azul; seguro tu cabello lucía igual de hermoso antes que lo cortaras. Me gustaba sentirlo a pesar de su reducido tamaño; hundir los dedos en él, era elevar la vista al cielo y darse cuenta lo minúsculos que somos.
Afuera suenan las cigarras como cantando, igual que aquella vez que me viste. Que te vi. Nunca, ni aunque me fusilaran con mil balas podría olvidar tu rostro, el mismo que me deslumbró e hizo te regalara los poemas de Guillén
Ya me acuerdo cuando te sonrojaste la noche que los leí. Ah como reías. Te mirabas divertida y feliz, como si supieras una buena noticia que no querías compartir y que incluso te pedí muchas veces me dijeras. Sólo decías: nada, es que me gustá que leas.
Vos fuiste la libertad esa noche. Y lo seguís siendo, aunque te halles a kilómetros de distancia, aunque un mar nos separe, seguís siendo mi libertad.
Recorrer la geografía de tu cuerpo, hizo tambalear mi voluntario exilio. Pero es que llevo algo adentro que levanta su bandera y hace mover mis pies, calzar las botas y entonar el grito libertario. Es por eso que me fui, más que huir de la libertad que proveerían tus brazos, partí en busca de ella... siempre en busca de ella.



La luna es casi idéntica de este lado, que allá. Se mira luminosa y grande, tan grande que parece que con solo alzar un brazo podés tocarla. Sabés, creo que eres como la luna, tan cercana pero distante; siempre apareciendo en la soledad de la noche, fugándote durante el día. Como lo hiciste la primera vez que nos encontramos a solas. Habías llegado semanas atrás del otro batallón.
Desde aquí puedo mirar un par de montes lejanos que me recuerdan tus senos en esa misma noche y en tantas otras. Perfección sublime, imposible desdeñar; que me hacían estremecer al contacto. Mirar el pezón erguido y sentirlo con la lengua. Recorrerlo como recorrería los montes a la luz de esta enorme luna. Con paciencia, deteniéndome de vez en vez para mirar lo majestuoso de la imagen. Aspirar el peculiar aroma que los hace únicos y benevolentes, eternos, excelsos.
Y tu piel erizándose al contacto con mi lengua. Tu piel valiente, piel mujer, eterna, de fortaleza envidiable, admirable, con ese perfume de dulce madre selva, virgen, donde nada ocurre, donde todo nace. La misma que llevan las madres de los grandes hombres, de tibieza pura insondable, de delicia inviolable.
Entre los escombros de mis recuerdos, levanto el tuyo, para colgarlo al hombro como estandarte en cada afrenta. Y es que también durante las batallas evoco el dolor de tus besos ahora lejanos y que en su momento atravesaban como balas el alma, lacerando la razón de exponerme a la muerte; mutando la disidencia en complacencia de estar vivo.
Ya lo había dicho Neruda y yo a ti: “Emerge tu recuerdo de la noche en que estoy.
El río anuda al mar su lamento obstinado” ¿recodás? Ahh cómo olvidar el perfume de tu piel y la mirada cuando descendía de los hinchados montes, para avanzar con la lengua, hacia el sur.



Un gemido se te escapó cuando me hundí, cuando entré en la hoguera ardiente que guarda el deseo. Siempre me gustó entrar de la misma forma, con la lentitud de la noche, con la complicidad del silencio ruidoso de la naturaleza. ¡Que tibia estaba tu piel! mientras afuera la cigarras entonaban una oda a la que no le prestamos atención pero que supimos presente. El crujir de los maderos quemándose, encendiendo la flama de la fogata que desde afuera teñía de siluetas sudorosas la reducida choza que acogía nuestro deseo.
Mis manos se deslizaron por todo cuerpo, recorriendo cada centímetro de poros extasiados, abiertos, tan abiertos como tu boca al recibir mi beso, el que me devolviste mordisqueando el labio inferior. El dolor entonces fue efímero; no hubo ninguna afrenta entre nuestros cuerpos, más bien, los afanes gestaban esperanza, amor, deseo. Deseo humano y carnal; tumbados en el mismo sitio, en esa pueril y pobre condición de vulnerabilidad en la que nos hicimos encubridores de una verdad que todos sabían y que nadie se atrevía mencionar. Nadie ni el amigo ni el enemigo, sólo tu y yo, gozando del idílico romance con brisa de libertad. Las caderas iniciaron entonces un vaivén similar al de las olas lejanas. Cuanto amé aquel sonido, cuanto amé tu cuerpo en ese instante en el que sabía que después podría morir.
La muerte siempre me ha acompañado, incluso podría decirte que ha sido mi amante por años, quizá por ello no me ha llevado. Hemos logrado comprendernos y llegar a acuerdos. Aún me faltan cosas por hacer y lo sabe. Pero entonces si tenía miedo, antes de sentirte, me asustaba el simple hecho de no probarte, de no conocer el sabor y la tersura de tus labios; me aterraba la simple idea de morir sin haber hundido mi mano debajo de tu espalda, para elevarte hasta mi, para que no te salieras de mi alma y para yo no salirme de tus entrañas. Porque ya te habías convertido en un designio como todo lo demás que llena mi vida, porque ya me hallaba derrotado ante el amor de tu voz, y de tu mirada, de tu indiferencia y valentía, de lo aguerrido de tus pasos; los mismos que siempre supe me acompañarían hasta el fin. No por nada habías llegado en aquel momento, no antes ni después, si no en el punto exacto que te necesitaba, que necesitaba me resguardaras en la trinchera de tu abrazo, protegiéndome de la razón de hallarme solo en un mundo tan violento y tan inmenso; para que ese abrazo hiciera de la razón de estar vivo, algo más que sentir.



Tu tenías miedo y me lo dijiste con voz apagada, querías que te abrazaba y lo susurraste mientras clavabas los dedos en mis nalgas; aparentando desear meterme todo en ti. Anhelabas llevarme dentro según dijiste y luego entonces parirme en un mundo ajeno a la injusticia, donde nada nos faltaría ni a ti ni a mi ni a nadie, donde todos seríamos iguales, tan iguales como lo fuimos aquella noche.
Tu cuello sirvió de guarida a mis besos y deposité cuantos pude, dejándolos entre la clandestinidad de tu sabor y aroma; en tanto la mata de mi cabello sirvió de escondrijo a tus dedos, revolviendo el caos que ya de por sí llevaba con lo crecido. Exigiendo más caricias con mis labios, más leña a la hoguera de tu deseo; ansiabas como yo, explotar, llevar la guerrilla interna hasta el centro de la ciudad sublime interna, y ahí detonar miles de granadas explosivas de orgasmos y yo te asistiría, como tu comandante, como quien manda obedeciendo, al movimiento rítmico en tus caderas, en la pelvis ardiente que me apuraba a terminar con todo aquello y que sin embargo, decidí prolongar tanto cuanto pude.
Entonces me salí de ti y besé lo endurecido de tus piernas abiertas; paladeando el sabor del sudor en finas gotas adheridas a la piel que ya no estaba tibia, y que ahora ardía igual que los maderos afuera, donde el resto de los compañeros hacían guardia.
Subí por tu monte de venus, montado en un caballo de lujuria avasallante, ya no habría tregua, no daría el placer doloroso de esperar a tu cuerpo humedecido y de nuevo me monté en ti. Nuestros brazos se hicieron mil y las miradas se perdieron en el tumulto de sombras nos atacaban por todos lados.
Caminé y floté por sobre el campo abierto de tu vientre, bañado de luz, de las lenguas de fuego que desde fuera iluminaban. La saliva apenas sofocaba lo abrasivo de tu cuerpo.
Así, trepé directo hasta el pozo de tus palabras que bebí una a una, aún las no dichas, aquellas que estaban atoradas en tu garganta.
El batallón de nuestros cuerpos apuró la avanzada y tus dedos se hundieron más en mi carne y mis manos abarcaron toda la tuya, haciendo la guerra del amor orgásmico que al final nos hizo mantenernos adheridos, como si nuestro sudor en pegamento se transformara.
De nuevo las cigarras chirriaron –como lo siguen haciendo ahora- entonando el himno a la soledad nocturna en un punto perdido en el hemisferio sur del mundo.
Luego de eso, depositaste un beso en mis labios que yo guardé por siempre en la bolsa derecha de la camisa.



Todavía lo recuerdo Aleida, tan claro como si lo viviera de nuevo, tal vez la brisa que ahora baña mi rostros me ha empapado de nostalgia, evocando tu recuerdo; humedeciendo todo lo que tus manos tocaron...
Ha venido Mateo, no sé que horas serán que me ha dado aviso que saldremos para asaltar la hacienda borinquense.
No sé que habrá allá afuera, pero estoy seguro que siempre llevaré conmigo aquella primera noche que al tiempo se transformó en un rosario de placeres nocturnos infinitos.
Algo más, gracias por el habano y no olvides pedirle más a Fidel para que los envíes que aún nos queda mucho por recorrer.

Hasta la victoria siempre...
Ernesto.

02 julio 2009

La muerte del espíritu

Bueno, luego de un tiempo de ausencia, he aquí una nueva entrega de un relato en donde quizá el erotismo es lo más doloroso dentro de una relación. Ojalá que les guste, aquí abajito lo dejo escrito para quien prefiera ponerle su propio soundtrack...

La muerte del espíritu



El sonido de los pasos se confundía con los de su voz. Amaba tanto sentirla así, a lado suyo, caminar a su ritmo, igualarle el ritmo, buscar el ritmo de cada paso y no perderlo y sin embargo aceptar que ella ni siquiera lo notaba. Así era Michelle siempre con la atención dispuesta en otro sitio, tanto que había veces que sentía no ser algo primordial en la vida de ella. Y no es que no lo atendiera, era sólo que así era Michelle. El motor de uno de los veloces autos de la avenida lo regresó a la conversación de la que ya tenía rato de haberse perdido; una conversación en la que su participación se reducía a una breve afirmación aderezada con una sonrisa.
¿De dónde emanaba tanta vitalidad? ¿Sería consecuencia de hallarse próxima a abandonar la pubescencia? o tal vez por la simple conciencia de saberse mujer en absoluta libertad, pues en ella tal libertad era algo más que una virtud, simbolizando el estilo de vida al que pocos se atreven a acceder en tanto que su condición de mujer resultaba dicha al hallarse en aquel cuerpo, tan delicioso cuerpo. Cuanto deseaba el culo sureño levantado, era imposible que una sureña tuviera tremendo par de nalgas. ¡Que nalgas! Incitándolo tercamente a tomarlas con ambas manos, llenarse con aquel voluptuoso bulto imposible ignorar, aunque ella pareciera hacerlo.
¿Te gusta? Le habría dicho la primera vez que pudo contemplarla inmóvil, frente al enorme espejo del hotel donde los gemidos provenientes de las habitaciones contiguas habían servido para excitación de ella, porque le fascinaba, le extasiaba escuchar a otras mujeres en el goce pleno, tan ajeno y que al momento lo hacía suyo para ya no soltarlo; asiéndose de él, en un aferre casi obstinado; y es que parecía que sólo de esa manera podía alcanzar la sublimación orgásmica para luego la pregunta bañada con dulce ingenuidad ¿te gusta? y entonces levantar el trasero alevosamente para él, quien efusivo se desarmaría en una aprobación casi violenta, delirante, ¡cómo no le iba a gustar la fina línea oscurecida que se presentía profunda entre tales nalgas!, cómo no le iban a gustar las contorneadas caderas tan adolescentemente esculpidas. Y es que la apreciación no se circunscribía al centro del cuerpo, pues con su propio brillo relucían el erguido par de senos, de pertinente redondez para sus manos, justos para boca y labios; cuanto gozaría de ellos la primera vez que pudo mamarlos, hasta que ella lo arrancaría de la tozuda mamada para situarlo justo al centro, en su entrepierna, en esa zona cóncava levemente abrillantada por los jugos de la excitación. Vaya que había gozado aquella primera entrada, para al final esperar impacienta la ausente frase de: ¡eres grande! en el amplio sentido de las palabras, frase que nunca llegaría y que le faltó para confirmarse la estúpida creencia de que la virilidad se medía por el tamaño del miembro; que esperanza más estúpida, que necesidad tan estúpida, todo era estúpido, incluso las palabras de Michelle que ahora entraban completas en sus oídos.

***

El estridente grito de Michelle le hizo reír, reír quizá más de la cuenta cuando José volteó a verlos asustado. Las sonoras carcajadas parecieron llenar la avenida entera. Rodrigo estrelló la mano contra la de José quien aún alterado por tremendo alarido luego de salir de la farmacia, lo saludó. Mirar los labios de Michelle posarse instantáneos en la mejilla de José era un suicidio. El roce de su labial manchando con similar levedad a la humedad en aquella tarde de verano, le hervía la sangre y quizá más, lo enloquecía hasta el delirio inyectándole un deseo inminente de golpear a su inconsciente rival; un cofrade rival de los besos de Michelle. Pero tenía que controlarse, porque no tenía motivos para sentir aquello, porque también su rabia lo convertía en estúpido, en un estúpido perro que se olvida de la lealtad del amo.
-¿A donde vas wey?– preguntó Michelle reponiéndose de la risa contenida
-Vine a comprar…-
-¡Compraste condones! – gritó Michelle llamando la atención del tendero que detrás de ellos vendía algo de comida callejera.
-No son condones – apenas murmuro José sonriendo al tiempo en que miraba a Rodrigo, buscando en él la complicidad ante tal calumnia. Sin embargo Rodrigo lo miró con la sonrisa puesta en el rostro. Cuan dulce era la venganza siendo aliado de Michelle pues ella sabía hacerlo bien: exhibir lo inexhibible, romper con cinismo la frágil cuerda de la comodidad pero sobre todo, mirar como gozaba, aunque no lo hiciera maquiavélica, aunque en sus ojos se descubriera la ingenuidad e inocencia del hecho, el mero acto de disfrutar de la incomodidad del otro, justo ahí era donde Rodrigo conseguía acomodarse.
-¡A quien te vas a coger cabrón! – dijo Michelle de nuevo en un grito. El tendero pareció no escucharla, aunque aquello era imposible, Michelle sabía gritar, hacer notar su presencia sin la más mínima pretensión.
-No mames, estás bien pinche loca – terminó diciendo José con la vergüenza atorada en la voz, tiñéndole las mejillas y otro tanto las orejas. Rodrigo gozó de nuevo con la naciente carcajada de Michelle, contagiándose, alegrándose, viviéndola como le gustaba vivirla.

***

Ahí estaba de nuevo su perfume humedeciéndole la nariz. Esa fragancia que llenaba la ciudad entera con su imagen, en una co-relación inherente desde los primeros instantes de su encuentro y que se hizo inquebrantable desde que pisó por primera vez el sitio donde ella se alojaba: un reducido cuarto con las paredes revestidas ya de decenas de recortes sin estética alguna y que sin embargo lograban un delicioso colage de imágenes, de donde parecía provenir el alevosamente embriagador aroma tan suyo, tan característicamente suyo que al momento era ardua tarea discernir si era ella quien habría llenado la ciudad con su aroma o ésta la había contagiado a ella, qué mas daba.
Como odiaba aquel perfume dentro de la nariz picoteándole mientras la miraba ladrarle al perro que salió imprevisto del taller mecánico y que parecía tan asustado como lo estaba él ante el bullicio de la disputa sonora de ladridos; porque ella era la menos asustada, la que nunca le temía a nada, nunca temía al futuro, ni siquiera al presente, ni a la vida misma, no le temía absolutamente a nada. Luego vendría la carrera, por fin tomados de la mano, dando saltos, igual que duendes divertidos por sus fechorías y con ello vendrían las risas a carcajada suelta, con el goce de perder la respiración luego de haber dejado varios metros detrás al perro y un poco más allá a José, quien sensatamente escaparía de su lado pretextando otro rumbo. Porque Rodrigo lo sabía a la perfección, José llevaba la misma dirección que ellos, pero no era capaz de tolerar la incontrolable locura de Michelle que tanto le fascinaba. Como la detestó luego de que ella se soltara de su mano misma a la que él ansió adherirse para luego montarse de nuevo en ella, aunque horas antes hubiera estado entre sus piernas, la distancia de aquel momento era laxitud en el tiempo transformado en añoranza; quería poseerla entera, acabarle los besos, llenarse de la mirada del éxtasis, hartarse de los cristalinos ojos grisáceos que pocas veces se detenían a mirarlo.
-Mira ese chico tiene bonito culo, vamos a decírselo – anunció Michelle aún con la respiración cortada por la carrera y las carcajadas, escupiendo el somero acento sureño que tanto placer le daba y al que tanto repudiaba. ¿Por qué le llamaba culo al trasero? El trasero no era el culo, el culo era lo que apreciaba él de ella y ¿por qué le costaba tanto entender la pureza del lenguaje? Qué importaban las palabras, entendía la idea. Y sí, rabiaba al saberse tendido debajo de tan soberana ignorancia, tanta que pesaba en la conciencia; y ¿por qué al suyo nunca lo llamaba de esa manera?, su “culo” no era bonito, aunque se lo dijera, no era el mismo “culo” brotando de su boca, no era el mismo “bonito” que rozaba los labios, no era la misma frase aderezada con la mirada de picardía y deseo. Quizá ni siquiera deseo de mirarlo o palparlo, si no un simple y llano deseo de saberlo, de conocerlo de cerca pero sobre todo de anunciarlo; de descubrirse como exploradora de selvas urbanas en la que él no formaba parte del entorno si no adquiría el cargo de explorador de ella.

***

¿Por qué no se detenían a besarse? ¿sería que a Michelle no le gustaban las caricias y los besos? De ser así, entonces el candor y erotismo intrínsecos en su cuerpo eran vicios nocivos para un adicto inerme como Rodrigo quien tampoco era el único en notar lo bien torneado de su figura, de la cadencia al andar, de la ventajosa vehemencia que inconscientemente exhibía.
Aquella tarde en la que los cuates de la banda la descubrieron mientras cargaba las bolsas del pesado recaudo de una desconocida, al verla venir no hubo ninguno que no dijera que se la cogería hasta por las orejas, que la soportaría del talle o las caderas para penetrarla con fuerza; dilucidando el estado de pubescencia en el que se hallaba, entreteniéndose en adivinarlo por mero acto de intuición visual, porque el cuerpo de Michelle no tenía edad, se había estancado quien sabe en que faceta del crecimiento y que sin embargo tal desarrollo parecía consumado.
Los había escuchado a todos, por semanas enteras, desgarrándole la primicia de ya conocerla, de habérsela topado días antes justo a la entrada de la estación del metro y que gracias ella entablarían una primera conversación, donde la conoció casi por completo, donde supo a su parecer un poco más de la cuenta, pero que aquello sobrado era el principio de una escasez de información que le hizo ansiar de nuevo encontrarse, tropezarse en el mismo sitio y repetir a la eternidad esa mañana de camino a la universidad, resbalar una y otra vez en una espiral donde cada curva los llevara al inicio de un sin fin y que sin embargo esa historia que ya no se repitió (al menos no, de la misma forma) los llevaría al cabo de un tiempo que él sintió mas que eterno, a probarse, luego de fumar un porro que ella había conseguido horas antes, lo que intensificó en él, el goce ante el roce de aquellos carnosos labios en la resbalosa piel de su glande que apenas si duró, y que le faltó a la posteridad, porque siempre le faltaba más de ella, porque su eterna disposición nunca era suficiente, porque en ella siempre había amenidad y vida esa que tanto iba haciéndole falta.

***

Al fin alcanzaron al chico del “culo bonito” y fue ella quien sin miramientos lo llamó, con la cadencia de su voz, con la mirada puesta en la mirada del desconocido que ante la expectativa del llamado se detuvo a escucharla.
-Oye, ¿sabes que tienes un culo bonito? – le dijo sonriente, sin dudarlo, distanciada ya de Rodrigo quien agonizaba ante la frase y que la alucinaba tendida debajo del extraño, agarrándole el culo para no dejarlo escapar de la estocada, enterrándole las uñas, gozando de la virilidad y de su ausencia, tal como no lo hacía con él, pues seguramente ella era capaz de gozar más con otro que con él, porque en sus ojos se evidenciaba, en la misma frase se hallaba implicado el delirio por tenerlo entre las piernas y no serle infiel sólo disfrutar la vida y relajarse, relajar la vida.
El chico del “culo bonito” sonrió al tiempo que respondía.
-Tu también tienes un culo bonito…- ambos se sonrieron escaldando la herida abierta de Rodrigo quien dibujó la más estúpida de sus sonrisa, conteniendo el llanto o el amor o la ira o el goce de ver al sujeto perplejo buscando esa respuesta que acallara la desagradable voz de Michelle.
-Mira, él también tiene un culo bonito- replicó Michelle. Vaya que la odiaba. La sensación se agudizaba ante la frase que durante tanto había esperado escuchar y que sin embargo ahora formaba parte de una cadena de adulaciones en las que no se hallaba implicado por flujo natural, si no ya más bien por una llamativa emanación de compasión que el mismo Rodrigo había segregado en el sudor producto del calor de verano y del iracundo amor que sentía por ella.
El tipo siguió su camino sin prestarles más atención, semejando un perro asustado con la cola entre las patas perdiéndose en la calle más próxima, al igual que Rodrigo se perdía en su desconsuelo, huyendo de si, huyendo de aquel momento, huyendo de ella y su indiferencia, del silencio durante el cual seguramente fraguaba alguna nueva fechoría.
-Michelle – le habló en reacción ante la desquiciante insensibilidad de ella.
-Mmm – se limitó Michelle a responder
-…¿qué piensas?-
- En nada –
- Ah –Rodrigo esperó alguna muestra de interés ante su seriedad, esperó como siempre tenía que hacerlo pues Michelle parecía no enterarse de los destrozos que en el corazón de Rodrigo dejaba en cada visita, con el mismo desorden que imperaba en la pequeña habitación de ella, similar al alboroto de la ciudad, con igual caos legado en el alma.

***

-¿Por qué nunca te importa lo que me pasa? – dijo luego de caminar varios metros en silencio, durante los cuales ella apenas si rozaba su brazo en un ademán ficticio de pretender tomarlo.
-¡Ay cálmate!- respondió Michelle riendo resonante - Seguramente los cábulas ya han de estar bien pedos, Martín dijo que iba a llevar un porrín ¿a ti no te dijo? – terminó sin verlo siquiera.
-No, no me dijo…- Respondió Rodrigo aburrido – sabes, estoy cansado –
-Pues como no wey, si me estabas dando bien duro ¡cabrón! Ay que rica cogida nos aventamos – terminó casi en un grito. Cómo se había avivado su amor por ella, por la ciudad, por el caos, por su voz, por su perfume luego de la última frase; ¿cómo hacía Michelle para darle justo la dosis necesaria para revitalizarle? Para olvidar la indiferencia que minutos antes lo estaba matando, lo seguía matando.
-No, pero no cansado de eso-
-¡Ay no mames! – respondió Michelle de nuevo con un grito. Entonces Rodrigo pudo escuchar con claridad el rugir de los autos a gran velocidad sobre la avenida.
-Estoy cansando de amarte, de querer estar contigo, de querer que me hagas caso, de que me cuentes…-
-Ya bájale wey, ni es pa’ tanto, pareces niña, si a la que le baja es a mi- El alfiler del rencor navegaba a gran velocidad dentro de las venas, rumbo a su corazón enfermo de tanta contrariedad, de tanto amor odio inoculado a fuerza de horas compartidas sin compartir, en las que el dilema era la única opción para entenderla, aunque a Michelle no había que entenderla, sólo amarla ¿y cómo hacerlo? Como evitar desear un poco más de ella, como evitar ese deseo de pertenencia, el obstinado y casi obsoleto anhelo de ser parte de sus días, de sus horas, de sus momentos más lúcidos y silenciosos, del paroxismo hecho vida, de la locura pertinente para cada instante, porque la vida había que tomársela a la ligera y él la estaba llevando demasiado en serio.
Ya no cabía entonces la reflexión, que sonaba desencajada, avejentada ante la fugacidad del tiempo y la razón; ya no quedaba momento alguno para pensar, sólo dejarse llevar, huir sin miramientos, saltar como lo hacía hacia la avenida en el mismo instante en que un camión pasaba arrebatándole por siempre tanto flagelo de vida.



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