
Sé que era lo mejor. Tenía que irme Aleida, quizá fue el destino el que me susurró, que debía hacerlo.
El mundo sin libertad es como querer ver tus ojos con un velo de noche; sabiendo tal belleza pero sin la emancipación natural de poder admirarlos.
Mi techo de ocaso, cae sobre mi como hoja de otoño en Praga, flotando por el leve airecillo que impide la caída abrupta. Los habanos se me terminaron, así que tuve que sacar el que guardaste en la caja de madera antes de partir. Tendrás que pedirle a Fidel te de algunos para que los envíes.
Aún recuerdo el sabor de tus labios. Aún después de haber encendido el habano y escurrir de éste una larga cabellera azul; seguro tu cabello lucía igual de hermoso antes que lo cortaras. Me gustaba sentirlo a pesar de su reducido tamaño; hundir los dedos en él, era elevar la vista al cielo y darse cuenta lo minúsculos que somos.
Afuera suenan las cigarras como cantando, igual que aquella vez que me viste. Que te vi. Nunca, ni aunque me fusilaran con mil balas podría olvidar tu rostro, el mismo que me deslumbró e hizo te regalara los poemas de Guillén
Ya me acuerdo cuando te sonrojaste la noche que los leí. Ah como reías. Te mirabas divertida y feliz, como si supieras una buena noticia que no querías compartir y que incluso te pedí muchas veces me dijeras. Sólo decías: nada, es que me gustá que leas.
Vos fuiste la libertad esa noche. Y lo seguís siendo, aunque te halles a kilómetros de distancia, aunque un mar nos separe, seguís siendo mi libertad.
Recorrer la geografía de tu cuerpo, hizo tambalear mi voluntario exilio. Pero es que llevo algo adentro que levanta su bandera y hace mover mis pies, calzar las botas y entonar el grito libertario. Es por eso que me fui, más que huir de la libertad que proveerían tus brazos, partí en busca de ella... siempre en busca de ella.
La luna es casi idéntica de este lado, que allá. Se mira luminosa y grande, tan grande que parece que con solo alzar un brazo podés tocarla. Sabés, creo que eres como la luna, tan cercana pero distante; siempre apareciendo en la soledad de la noche, fugándote durante el día. Como lo hiciste la primera vez que nos encontramos a solas. Habías llegado semanas atrás del otro batallón.
Desde aquí puedo mirar un par de montes lejanos que me recuerdan tus senos en esa misma noche y en tantas otras. Perfección sublime, imposible desdeñar; que me hacían estremecer al contacto. Mirar el pezón erguido y sentirlo con la lengua. Recorrerlo como recorrería los montes a la luz de esta enorme luna. Con paciencia, deteniéndome de vez en vez para mirar lo majestuoso de la imagen. Aspirar el peculiar aroma que los hace únicos y benevolentes, eternos, excelsos.
Y tu piel erizándose al contacto con mi lengua. Tu piel valiente, piel mujer, eterna, de fortaleza envidiable, admirable, con ese perfume de dulce madre selva, virgen, donde nada ocurre, donde todo nace. La misma que llevan las madres de los grandes hombres, de tibieza pura insondable, de delicia inviolable.
Entre los escombros de mis recuerdos, levanto el tuyo, para colgarlo al hombro como estandarte en cada afrenta. Y es que también durante las batallas evoco el dolor de tus besos ahora lejanos y que en su momento atravesaban como balas el alma, lacerando la razón de exponerme a la muerte; mutando la disidencia en complacencia de estar vivo.
Ya lo había dicho Neruda y yo a ti: “Emerge tu recuerdo de la noche en que estoy.
El río anuda al mar su lamento obstinado” ¿recodás? Ahh cómo olvidar el perfume de tu piel y la mirada cuando descendía de los hinchados montes, para avanzar con la lengua, hacia el sur.
Un gemido se te escapó cuando me hundí, cuando entré en la hoguera ardiente que guarda el deseo. Siempre me gustó entrar de la misma forma, con la lentitud de la noche, con la complicidad del silencio ruidoso de la naturaleza. ¡Que tibia estaba tu piel! mientras afuera la cigarras entonaban una oda a la que no le prestamos atención pero que supimos presente. El crujir de los maderos quemándose, encendiendo la flama de la fogata que desde afuera teñía de siluetas sudorosas la reducida choza que acogía nuestro deseo.
Mis manos se deslizaron por todo cuerpo, recorriendo cada centímetro de poros extasiados, abiertos, tan abiertos como tu boca al recibir mi beso, el que me devolviste mordisqueando el labio inferior. El dolor entonces fue efímero; no hubo ninguna afrenta entre nuestros cuerpos, más bien, los afanes gestaban esperanza, amor, deseo. Deseo humano y carnal; tumbados en el mismo sitio, en esa pueril y pobre condición de vulnerabilidad en la que nos hicimos encubridores de una verdad que todos sabían y que nadie se atrevía mencionar. Nadie ni el amigo ni el enemigo, sólo tu y yo, gozando del idílico romance con brisa de libertad. Las caderas iniciaron entonces un vaivén similar al de las olas lejanas. Cuanto amé aquel sonido, cuanto amé tu cuerpo en ese instante en el que sabía que después podría morir.
La muerte siempre me ha acompañado, incluso podría decirte que ha sido mi amante por años, quizá por ello no me ha llevado. Hemos logrado comprendernos y llegar a acuerdos. Aún me faltan cosas por hacer y lo sabe. Pero entonces si tenía miedo, antes de sentirte, me asustaba el simple hecho de no probarte, de no conocer el sabor y la tersura de tus labios; me aterraba la simple idea de morir sin haber hundido mi mano debajo de tu espalda, para elevarte hasta mi, para que no te salieras de mi alma y para yo no salirme de tus entrañas. Porque ya te habías convertido en un designio como todo lo demás que llena mi vida, porque ya me hallaba derrotado ante el amor de tu voz, y de tu mirada, de tu indiferencia y valentía, de lo aguerrido de tus pasos; los mismos que siempre supe me acompañarían hasta el fin. No por nada habías llegado en aquel momento, no antes ni después, si no en el punto exacto que te necesitaba, que necesitaba me resguardaras en la trinchera de tu abrazo, protegiéndome de la razón de hallarme solo en un mundo tan violento y tan inmenso; para que ese abrazo hiciera de la razón de estar vivo, algo más que sentir.
Tu tenías miedo y me lo dijiste con voz apagada, querías que te abrazaba y lo susurraste mientras clavabas los dedos en mis nalgas; aparentando desear meterme todo en ti. Anhelabas llevarme dentro según dijiste y luego entonces parirme en un mundo ajeno a la injusticia, donde nada nos faltaría ni a ti ni a mi ni a nadie, donde todos seríamos iguales, tan iguales como lo fuimos aquella noche.
Tu cuello sirvió de guarida a mis besos y deposité cuantos pude, dejándolos entre la clandestinidad de tu sabor y aroma; en tanto la mata de mi cabello sirvió de escondrijo a tus dedos, revolviendo el caos que ya de por sí llevaba con lo crecido. Exigiendo más caricias con mis labios, más leña a la hoguera de tu deseo; ansiabas como yo, explotar, llevar la guerrilla interna hasta el centro de la ciudad sublime interna, y ahí detonar miles de granadas explosivas de orgasmos y yo te asistiría, como tu comandante, como quien manda obedeciendo, al movimiento rítmico en tus caderas, en la pelvis ardiente que me apuraba a terminar con todo aquello y que sin embargo, decidí prolongar tanto cuanto pude.
Entonces me salí de ti y besé lo endurecido de tus piernas abiertas; paladeando el sabor del sudor en finas gotas adheridas a la piel que ya no estaba tibia, y que ahora ardía igual que los maderos afuera, donde el resto de los compañeros hacían guardia.
Subí por tu monte de venus, montado en un caballo de lujuria avasallante, ya no habría tregua, no daría el placer doloroso de esperar a tu cuerpo humedecido y de nuevo me monté en ti. Nuestros brazos se hicieron mil y las miradas se perdieron en el tumulto de sombras nos atacaban por todos lados.
Caminé y floté por sobre el campo abierto de tu vientre, bañado de luz, de las lenguas de fuego que desde fuera iluminaban. La saliva apenas sofocaba lo abrasivo de tu cuerpo.
Así, trepé directo hasta el pozo de tus palabras que bebí una a una, aún las no dichas, aquellas que estaban atoradas en tu garganta.
El batallón de nuestros cuerpos apuró la avanzada y tus dedos se hundieron más en mi carne y mis manos abarcaron toda la tuya, haciendo la guerra del amor orgásmico que al final nos hizo mantenernos adheridos, como si nuestro sudor en pegamento se transformara.
De nuevo las cigarras chirriaron –como lo siguen haciendo ahora- entonando el himno a la soledad nocturna en un punto perdido en el hemisferio sur del mundo.
Luego de eso, depositaste un beso en mis labios que yo guardé por siempre en la bolsa derecha de la camisa.
Todavía lo recuerdo Aleida, tan claro como si lo viviera de nuevo, tal vez la brisa que ahora baña mi rostros me ha empapado de nostalgia, evocando tu recuerdo; humedeciendo todo lo que tus manos tocaron...
Ha venido Mateo, no sé que horas serán que me ha dado aviso que saldremos para asaltar la hacienda borinquense.
No sé que habrá allá afuera, pero estoy seguro que siempre llevaré conmigo aquella primera noche que al tiempo se transformó en un rosario de placeres nocturnos infinitos.
Algo más, gracias por el habano y no olvides pedirle más a Fidel para que los envíes que aún nos queda mucho por recorrer.
Hasta la victoria siempre...
Ernesto.
este es de mis favoritos n_n
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