Pistas del programa
Cumbia Sampuesana / Grupo Soñador
María Teresa y Danilo / Hansel y Raúl
Negro José
Carruseles
La sampuesana
Cumbia en do menor
Ahí estaba, con su mano puesta sobre la mía. Hacía tanto que me no lo veía que su mirada me pareció diferente, con cierta dureza. Habíamos dejado de ser adolescentes. La voz ahogada en eco pareció haber anunciado aquel encuentro. Era evidente que no me reconocía. Tiempo atrás seguramente hubiera corrido a abrazarme, esta vez era diferente.
Miré a mi alrededor buscando a los demás que en aquel entonces nos reuníamos por las tardes para disfrutar de las cervezas, no los encontré. Ya no importaba. Desde siempre tuve cierta atracción por Andrés, tal vez era algo oculto en sus feromonas ya de por sí discretas, o tal vez la complexión que denotaba fuerza y resistencia.
En medio del tumulto de gente que nos aplastaba, hizo varios intentos por girarme, en una de los compases que la música nos daba, el tropiezo con los demás cuerpos nos hizo sonreír y a él por primera vez voltear a verme a los ojos. Sus hermosos ojos, enormes y siempre con ese algo que ocultaba, impregnándolo de cierto misterio.
Difícilmente antes me hubiera atrevido a besarlos sin razón, sin embargo ahora sé que podía hacerlo sin mayor reparo. No obstante me detuve ante la discreta mirada de la que supuse era su acompañante de noche, a no ser por tratarse de su esposa... e hijo.
Una gota de sudor escurrió por su frente. Quise lamerla, recorrer su rostro entero y beberme cada fluido que de su cuerpo emanara. Siempre lo había amado, y a pesar de haber transcurrido casi diez años desde la última vez que nos hablamos, aún seguía sintiendo ese tremendo deseo que me hizo en más de una ocasión apretar sutilmente su mano como muestra de mi ansiedad.
Me acercó a su cuerpo tomando mi cintura, deleitándose con la desnudez de mi espalda, que, a pesar del frío se mantenía tibia por la agitación del baile. Entonces pude sentir la tibieza de su aliento con olor a cerveza bañar la zona desnuda de mi hombro. Aquello me excitó. Deseé susurrarle al oído, que me llevara lejos de ahí, que se olvidara de su vida entera y que la reiniciara junto a mi, o mejor aún, que nos largaramos lejos, allá de donde yo había regresado. Que sería posible que incluso yo lo mantuviera, mi negocio había resultado fructífero y bien podía alimentar una boca más e incluso llevarlo a vivir hasta mi departamento.
No lo hice. Tuve que contenerme ante el temor del desprecio. Tantas veces me habían despreciado que ni eso me había hecho fuerte ante esa sensación. Quizá era a lo que más le temía en la vida, a eso y a que supieran mi pasado, más por las preguntas prácticamente obligadas aunque siempre a razón del morbo que por mero interés por mi vida.
Arrastró sus dedos tibios por mi omóplato por todo lo largo de mi ante brazo, provocando a mis poros estremecerse, llegando hasta su destino, mi mano.
Justo en ese momento los tambores sonaron, como anunciando una danza erótica, trival, autóctona, donde creí vernos desnudos bailando el uno para el otro, como en un rito, como si fueramos animales en celo cortejándonos. Mi corazón se aceleró ante aquella ensoñación y sin poderlo evitar en un movimiento que me hizo estar pegado a él, puse una de mis manos sobre su pecho, comprobando la dureza de su cuerpo, reconociéndolo, disfrutándolo.
Hacía algunos años había partido de la inmensa ciudad que tanto añoraba, para no volver si no hasta hoy. En aquel entonces, siempre salíamos juntos, para todo, cualquier pretexto era bueno y más aún para mi que desde que lo conocí, sentí que podía regalarle mi vida entera. Incluso llegué a ser su confidente. Cada vez que me contaba de un nuevo romance, mi corazón se desmoronaba para luego, a solas, recogerlo y pegarlo con algún pegamento de negación. Tal vez fue por eso que me fui.
Mi estadía en Ciudad Juárez me convirtió en otra persona, y creí haberlo olvidado por momentos, sin embargo eso no fue posible. Nunca pude pensar en otra persona que no fuera él, cada vez que escuchaba el nombre de Andrés.
Pese a todo, tuve que dejar de llamarle de escribirle o de incluso soñarlo todas las noches, era algo que jamás podría ser y que me partía el alma sólo pensarlo. Sin embargo, la añoranza por mi eterna ciudad de los palacios me hizo regresar y encontrarme con que se celebraba la fiesta del barrio.
Una gran carpa nos protegía del inclemente frío, que, al cabo de unas horas de baile, ya ni siquiera era posible sentirlo.
Siempre soñé con bailar con él, pues nunca, durante toda nuestra adolescencia se había dado la oportunidad, jamás había tomado su mano de esa forma ni él había tomado la mía, por lo que aproveché cada segundo y desee que la cumbia, se hiciera tan eterna, como mi amor por él.
La música estuvo por terminar con su mano aún en mi espalda y sin reserva me acerqué hasta su oído para decirle a discreción que quería estar con él. Me había olvidado de mi máximo temor, me había olvidado de todo y de todos, era mi única oportunidad de estar con él y así sería, si el destino lo quería y si él, aceptaba.
Los segundos ante su respuesta fueron casi interminables, cada uno se hizo una vida entera y su mirada buscó entre el tumulto de gente, buscando o más bien... ocultándose.
La música inició de nuevo y con firmeza me tomó de la mano, jalando con delicadeza hasta una zona que descubrí apenas iluminada por un nicho, donde la figura de una virgen maría se hallaba aburrida.
No tuve que hacer mucho cuando de momento me tiró con fuerza para ponerme justo frente a él y besarme con violencia. Sus labios se apoderaron de los míos en cuestión de segundos, en un instante ya estaban nuestras lenguas enredadas y sus manos en mis nalgas.
Sentí desvanecerme, sentí que toda la vida se consumaba en ese instante, en ese sueño hecho realidad y pensé en los milagros y pensé en la virgen y pensé en su discreta mirada a un lado mío, detrás del cristal que la guardaba tibia; y nada, absolutamente nada, me importó.
De inmediato sus manos recorrieron mis endurecidas nalgas, bajando hasta donde la falda terminaba para sentir por encima de las pantimedias el calor de mi piel. Creí tener un orgasmo, creí que en aquel momento todo terminaría por lo que con ambas manos lo apreté por la espalda impidiéndole salirse de mi beso.
Recorrí la ancha espalda, jalándola a mi cuerpo, como para no dejarlo escapar, como para que no pudiera entrar el arrepentimiento entre los dos.
Metió entonces su toscas manos debajo de mi falda, iba dispuesto a todo. Llegó al borde de mis calzones y en un santiamén hundió ambas manos. Tuve que echar la cabeza hacia atrás para darle paso a sus desesperados besos que pretendían devorarme, devorar mi deseo, devorar mi cordura.
Entonces las manos comenzaron a viajar hacía mi sexo, aquello me hizo estremecer y en un acto casi instintivo, giré mi cuerpo entero para entregarle mis nalgas por completo. Él entendió a la perfección mi mensaje por lo que sin pensarlo me tomó de las caderas y con premura liberó su sexo de la presión del pantalón.
Pude sentir como su grueso miembro abría el orificio más estrecho de mi ser. Era un idilio hecho realidad, un milagro que la virgen con su discreta mirada me regalaba y que yo le agradecí con sutiles gemidos, empañando un poco el cristal de su nicho. Quise rezarle, elevarle una oración, hincarme y pedirle perdón por mancillar su nicho, pero no, no podía, no tenía claridad, mi mente estaba revuelta, extasiada y mi cuerpo excitado, pidiéndome continuar con todo aquel placer. Entre la música de fondo que nunca nos abandonó, pude escuchar un fuerte resoplido que incluso sentí golpear contra mis nalgas. Tenía su respiración en mi cuerpo, su cuerpo dentro del mío, sus manos tocándome, sus manos acariciando mi deseo, mi amor por él y yo tenía ese instante para ser feliz.
Logró entrar por completo y entonces mi razón se perdió, olvidándome de toda sutileza descargué gritos que por la fuerza del sonido no lograron llegar más lejos del iluminado altar con la figurita viriginal a quien de vez en vez miraba con cierto pudor.
La canción del negro José me hizo recordar quien era. Me hizo regresar a nuestros años de adolescencia y a aquel deseo que me obligaba a buscarlo, a llamarle cada sábado para asistir a los bailes del barrio y danzar con los travestis que ahí estaban dispuestos. Recordé como muchas veces él me había dicho que jamás tendría sexo con uno de ellos, jamás podría estar con uno de esa manera.
Un fuerte golpe de su pelvis contra mis nalgas me hizo saber que había depositado todo su orgasmo dentro de mi ser, que me había llenado con su lujuria y que me sólo eso me regalaría, no más; que su amor nunca lo tendría, que jamás podría tener una vida ordinaria a lado suyo, nunca, ni a pesar de que hacía unos años que había dejado de llamarme José, para convertirme en Josefina.
15 marzo 2010
07 febrero 2010
Dolor orgásmico
Hola a todos. Ya les traje otro programita mas. En este, disculparán ustedes que sólo entre con el relato sin un saludo previo, pero el tiempo apremia. Disfrútenlo. ¡Salut!
Pistas
Crhis Verna
Dont entries / Bauhaus
Mum
San Pascualito Rey
Rock ‘nd Roll/Peaches
Sueño Imposible / Corcobado
Henry Lee/ P.J. Harvey & Nick Cave
60 seconds / Atari Teenage Riot
Mus
Enfermo de ti / Corcobado
Push to buttom/Chermical Brothers
Voice / Corcobado
Glommer Sunday / Diamanda Galas
Dolor orgásmico
La miré al fondo de la habitación, escondida entre la penumbra, escondiéndose de mi deseo, del suyo. La luz que entraba por el tremendo ventanal, me golpeaba un costado, en tanto que las titilantes flamas del par de velas al otro lado, iluminaban parte de mi rostro haciendo un tétrico juego de sombras en él, acentuando la mirada clavada en su apenas perceptible cuerpo.
Recuerdo haberla visto por primera vez en una librería. Ella buscaba algo sobre genética y yo el último libro de Juvenal Acosta. De inmediato su mirada me atrapó, como no suelo ser un hombre de muchas palabras me acerqué a ella a discreción para primero conocer su aroma. Como gato me deslicé hasta su lado y pude mirarla con atención. Un poco más baja de estatura que yo, aunque no mucho, tenía el pelo recogido en una coleta por detrás de la cabeza y su rostro estaba maquillado con sólo una fina línea negra en la orilla de cada párpado; no obstante aquello acentuaba la negrura de sus pestañas y el filo de su seducción.
Miré sus manos con atención y desee probarlas, lamerlas, sentirlas en mi piel, sentir las uñas recortadas enterrarse en mi espalda. El estilo de su ropa me hizo creer que se trataba de una niña recién liberada del yugo paterno. Me excitó. La simple idea de corromper tanta ingenuidad hizo a mi sexo hincharse, a mi deseo hervir y sentir la tremenda urgencia por llevármela de ahí para poseerla.
Con la mirada, le pedí acercarse. La debilidad de la luz me hizo descubrir su cuerpo como si la oscuridad fuera una gran cortina que en cada paso se deslizaba. Contemplé su desnudez y pude notar lo erguido de los pezones. Su mirada era una mezcla de lascivia y temor, un temor infundado quizá por la mía o tal vez por mi quietud en el sillón. Tomé la cadena que pendía del collar en su cuello, haciéndola descender lenta hasta quedar hincada entre mis piernas. De inmediato colocó sus manos sobre mis muslos y pude sentir a través de la tela del pantalón el calor de éstas. Acurrucó su cabeza sobre mi sexo, como si se tratara de un suave cojín donde pudiera recostarse. El simple contacto lo hizo crecer lentamente y ella pronto lo pudo sentir por lo que levantó la cabeza para mirarme de nuevo. Me excitó el miedo impreso en aquella mirada, me excitó tanto, que le acaricié la mejilla izquierda. Como un manso felino cerró los ojos y repegó su rostro contra la palma de mi mano. Sonreí.
Nunca pensé que hablarle fuera tan sencillo, mucho menos, que accediera a entablar una conversación conmigo. Su voz me hizo estremecer, era un voz limpia, suave, tierna. Estaba en el último semestre de Ingeniería genética y había salido en busca de un libro, más por despabilarse del resto de los textos a los que estaba acostumbrada, que por encontrar uno en particular.
Recuerdo haberle recomendado alguno de mis autores favoritos, algo que me agradeció con una sonrisa y que incluso me pidió le ayudara a buscar aquella tarde. El primer contacto fue furtivo. Mi mano rozó una de las suyas justo cuando encontramos el que yo había estado buscando. Pude sentir –o al menos creí hacerlo- sus poros estremecidos, como se encogían y estiraban de nuevo. Miré sus labios justo cuando los mordía y después soltaba una risita, música para mis oídos.
La hice ponerse en pie, levantándola por la barbilla, de nuevo su figura quedó expuesta ante mi; sin poderlo controlar mi lengua se instaló en la blancura de la piel de su vientre, contagiándome del calor, llenándome del deseo del que estaba llena. Mis manos perfilaron el contorno de sus caderas y se detuvieron en las nalgas sólo para enterrar las uñas. La solté luego de empujarla suavemente hacia atrás. Me hice en pie y extraje de mi saco una pañoleta negra y larga. Cruzamos una mirada que pareció eterna y que me hizo perderme en la seducción innata de sus ojos. Pasé mi lengua por sus labios y ella quiso atraparla pero no le fue posible. Pasé la pañoleta frente a sus ojos y le hice un amarre detrás de la cabeza, apretándola lo suficientemente fuerte para que no se soltara. Mi lengua de nuevo se atracó con su piel, deslizándose por todo el cuello, dejando una fina tela de saliva untada en él. Gimió o creí que lo había hecho justo cuando llegué a sus senos. Mis dientes apretaron cada pezón con delicadeza incrementando la fuerza a cada segundo. Creí que terminaría por arrancárselos.
Me excitó ver la vulnerabilidad a la que estaba expuesta, saberla indefensa y a mis deseos me hizo aprovecharme de ello y encaminarla unos pasos, justo hasta donde una cuerda pendía de una aldaba incrustada en el techo.
La invité a tomar un café saliendo de la librería. Quería conocerla a fondo, saber todo acerca de su vida, acerca de su sexo. Ella accedió de la misma manera en la que había aceptado que yo pagara el libro que habíamos encontrado. Tanta disposición me tenía complacido y me hacía pensar que finalmente era una buena niña de casa a la que le gustaba ser bien atendida. Estaba por terminar su carrera y en efecto aún vivía con sus padres. Desde hacía mucho quería abandonar el nido y ser completamente independiente, sin embargo, gracias a los múltiples gastos de la escuela, no lo había logrado; y era por la misma razón por la no había mantenido una relación con algún hombre, nada más allá que no se tratara de una relación de trabajo. Me aclaró, sin embargo, que no era la razón por la que había aceptado mi invitación a tomar un café, insistió dejarme en claro que no estaba en un lapso de desesperación. Mientras hablaba, cerca de mi, detrás de la mesa, me sacié del erotismo de su mirada y creo que lo notó pues rara vez me regaló una mirada directa. En aquel momento quise ser cada palabra nacida de su lengua, quería ser lanzado por la suavidad de su lengua, bañado por la liquidez de su saliva, arañado por el filo de los resplandecientes dientes. Al termino de su presentación, la miré en silencio. Suspiró y cerró los ojos.
Tomé ambas manos para atarlas a uno de los extremos de la cuerda colgante, haciendo que ésta terminara entre las muñecas y así tiré del otro extremo para dejarla con las manos en alto. Sus senos se elevaron junto con sus brazos y los acaricie completos, comprobé su suavidad. Mi vista agradeció la perfección de su figura, en realidad no me había importado lo bien o mal que pudiera estar desarrollada cada parte de su cuerpo, sino más bien el uso que les permitiera darle. Acaricié la cicatriz en la comisura de su labio inferior. El primero de mis sellos, un estigma que apreciaba – tanto yo como ella- por sobre muchas otras cosas. Siempre he sentido cierta afición por sentir cicatrices con mis dedos o mejor aún, con mi lengua. Recuerdo cuanto sangró aquella herida, cuanto me sentí agradecido por beber la sangre que de ella emanaba y el dolor que se traducía en fatigados gemidos.
Pasé mis dedos por entre sus senos y bajé el centro de su cuerpo hasta llegar a su sexo. Lo acaricié sin reserva, llenando mis dedos de su humedad, de su deseo líquido. Dejé su sexo en paz y me alejé, su boca se mantuvo abierta mientras en silencio esperaba. La escasez de luz me daba pie a imaginar la realidad de su cuerpo, las curvas que en este se formaban y sentí un deseo imperante de poseerla, de morder cada parte de su piel, hacerla mía, forrarme de ella, hundirme en ella.
Tuve celos desbordantes de su lascivia, del erotismo natural del cuerpo femenino, del erotismo de la mujer en general. Desde siempre, he buscado contagiarme de él, hacerme un ser lleno de erotismo, un vampiro erótico. Abrí mi cinturón y lo jalé con fuerza. El sonido la estremeció arrancándole un sutil gemido apenas perceptible, sabría lo que vendría; empuñé el cuero y levante mi mano apretándolo con fuerza. La piel sintética, se estrelló contra la suya.
La despedí cerca de una estación de metro, la más cercana al lugar donde nos encontrábamos. Me pidió vernos de nuevo. Le había gustado conversar conmigo, según dijo, por lo que quería volver a verme, aunque no ahí, en otro lugar talvez, algo más... intimo.
No pasó mucho tiempo cuando la volví a ver, fue ella quien me llamó mientras yo trataba de preparar una cátedra de física para la facultad. Quedamos de vernos esa misma tarde en que el cielo estaba más gris que de costumbre.
El aire soplaba con esa frialdad característica del otoño, golpeando mi rostro y elevando mi pelo ya crecido. La miré acercarse, con su figura delicada, con sus pasos temerosos aunque decididos, con esa cadencia en sus caderas a cada movimiento, me gustaba su andar. Llegó con la cabeza agachada y con temor me miró a los ojos. Temor, siempre ese temor, ese miedo a ser descubierta, como si algo ocultara tras la inocencia de su mirada. La miré entonces como un pequeño ser asustado, como si se tratara de una niña abandonada por sus padres. Llevaba puesto un ceñido vestido con la falda corta debajo de un grueso abrigo negro que no me dejó ver más que la blancura en la parte baja de sus pantorrillas desnudas; los tacones altos la hacían lucir de mi estatura o quizá ligera más alta que yo. La saludé con un beso en la mejilla y sin decir más le tomé la mano.
Los gemidos se hicieron lamentos. De su boca escaparon fuertes gritos que inundaron el lugar. Era la fortuna de no contar con vecinos, aquella sinfonía de lamentos y golpes contra la piel llenaron con plena libertad la oscuridad de la habitación. Me acerqué para comprobar lo lastimado de sus nalgas. Mi sexo se hallaba sumamente hinchado y a poco de estallar. Con uno de mis dedos comprobé que aquello realmente le dolía y me alejé para ir en busca de una de las velas que acerqué para mirar lo enrojecido de la piel. Soltó un leve gemido, era como la secuela de la extenuante serie que había descargado antes. Entonces giré la vela vertiendo la cera ardiente sobre su cuerpo. El llanto no se hizo esperar y yo no torturé más a mi sexo, librándolo del pantalón me acomodé justo detrás de ella, para penetrarla con fuerza.
En aquel entonces ya habitaba el mismo departamento, sólo que estaba recién llegado por lo que casi no contaba con muebles, lo que pudo ella comprobar una vez que abrí la puerta. En la entrada sólo una mesa con cuatro sillas llenaban la primer estancia, al fondo la cocina tenía sólo lo indispensable y del otro lado, la puerta hacía la habitación más grande del lugar, desprovista de cortinas, nos dejaba ver la gran ciudad desde aquel quinto piso. Al fondo, del otro lado del ventanal, se hallaba la cama que miró con temor, entonces giró para quedar frente a mi y regalarme esa dulce mirada aterrada. La miré y le planté un dulce beso.
La cuerda hacía a su cuerpo bailotear casi suspendido en el aire, la había tomado por las caderas por lo que cada vez que hundía en ella mi sexo, la hacía balancearse. Tomé su pelo y tiré de él con fuerza, gritó de nuevo, dejando la boca abierta para recibir mi beso, mi lengua que se enredó con la suya como pudo. Me salí del beso para morderle los hombros, esta vez, quise dejarle marcado mis incisivos, sangrarla, ver correr los finos hilos de sangre por su espalda. Sus gritos no me dejaron ir más allá que mallugarle la piel, dejarla moreteada. Tomé sus senos y con fuerza los amasé; mi pelvis se estrelló contra sus nalgas, desprendiendo la cera ya seca de su cuerpo. Me sentí agradecido por cada gemido y enterré mis dientes de nuevo en su carne, gimió, gritó como nunca antes lo había hecho.
Le quité el abrigo negro y pude sentir el miedo impregnado en su cuerpo. La tibieza de su aliento me llenó el rostro cuando doblé mi cuerpo para bajar las mangas del abrigo. El escote en el vestido negro me dejó mirar el principio del bulto de sus senos que rocé con delicadeza. Me sentí realmente enamorado de aquella figura, de aquel cuerpo lleno de miedo y deseo, de todo lo que tenía dentro. Metí mi mano en su nuca, debajo de su pelo que esa llevaba suelto y puse mis labios sobre los suyos. El beso duró una eternidad y fue ella quien lo finalizó mordisqueando el mío inferior. Me gustó y le unté los rastros de mi sangre en su cuello. Me aparté y sin más, abrió el cierre en la espalda del vestido, sonreí perversamente.
Tiré de nuevo de su pelo para acercar su oído hasta mi boca, entonces le susurré que merecía aquel castigo, que tenía que dárselo y que tendría que soportarlo. Su respuesta fue un gemido que endulzó mis oídos. Apuré la velocidad en mi cuerpo, arañé sus costados y apreté sus caderas con fuerza, anunció su orgasmo con un lamento que me supo eterno y que a mi me hizo descargar todo mi deseo en su interior.
El silencio nos abrazó y al cabo de unos minutos en que pudo recobrar el ritmo de su respiración me lanzó un te amo al que yo correspondí.
Pistas
Crhis Verna
Dont entries / Bauhaus
Mum
San Pascualito Rey
Rock ‘nd Roll/Peaches
Sueño Imposible / Corcobado
Henry Lee/ P.J. Harvey & Nick Cave
60 seconds / Atari Teenage Riot
Mus
Enfermo de ti / Corcobado
Push to buttom/Chermical Brothers
Voice / Corcobado
Glommer Sunday / Diamanda Galas
Dolor orgásmico
La miré al fondo de la habitación, escondida entre la penumbra, escondiéndose de mi deseo, del suyo. La luz que entraba por el tremendo ventanal, me golpeaba un costado, en tanto que las titilantes flamas del par de velas al otro lado, iluminaban parte de mi rostro haciendo un tétrico juego de sombras en él, acentuando la mirada clavada en su apenas perceptible cuerpo.
Recuerdo haberla visto por primera vez en una librería. Ella buscaba algo sobre genética y yo el último libro de Juvenal Acosta. De inmediato su mirada me atrapó, como no suelo ser un hombre de muchas palabras me acerqué a ella a discreción para primero conocer su aroma. Como gato me deslicé hasta su lado y pude mirarla con atención. Un poco más baja de estatura que yo, aunque no mucho, tenía el pelo recogido en una coleta por detrás de la cabeza y su rostro estaba maquillado con sólo una fina línea negra en la orilla de cada párpado; no obstante aquello acentuaba la negrura de sus pestañas y el filo de su seducción.
Miré sus manos con atención y desee probarlas, lamerlas, sentirlas en mi piel, sentir las uñas recortadas enterrarse en mi espalda. El estilo de su ropa me hizo creer que se trataba de una niña recién liberada del yugo paterno. Me excitó. La simple idea de corromper tanta ingenuidad hizo a mi sexo hincharse, a mi deseo hervir y sentir la tremenda urgencia por llevármela de ahí para poseerla.
Con la mirada, le pedí acercarse. La debilidad de la luz me hizo descubrir su cuerpo como si la oscuridad fuera una gran cortina que en cada paso se deslizaba. Contemplé su desnudez y pude notar lo erguido de los pezones. Su mirada era una mezcla de lascivia y temor, un temor infundado quizá por la mía o tal vez por mi quietud en el sillón. Tomé la cadena que pendía del collar en su cuello, haciéndola descender lenta hasta quedar hincada entre mis piernas. De inmediato colocó sus manos sobre mis muslos y pude sentir a través de la tela del pantalón el calor de éstas. Acurrucó su cabeza sobre mi sexo, como si se tratara de un suave cojín donde pudiera recostarse. El simple contacto lo hizo crecer lentamente y ella pronto lo pudo sentir por lo que levantó la cabeza para mirarme de nuevo. Me excitó el miedo impreso en aquella mirada, me excitó tanto, que le acaricié la mejilla izquierda. Como un manso felino cerró los ojos y repegó su rostro contra la palma de mi mano. Sonreí.
Nunca pensé que hablarle fuera tan sencillo, mucho menos, que accediera a entablar una conversación conmigo. Su voz me hizo estremecer, era un voz limpia, suave, tierna. Estaba en el último semestre de Ingeniería genética y había salido en busca de un libro, más por despabilarse del resto de los textos a los que estaba acostumbrada, que por encontrar uno en particular.
Recuerdo haberle recomendado alguno de mis autores favoritos, algo que me agradeció con una sonrisa y que incluso me pidió le ayudara a buscar aquella tarde. El primer contacto fue furtivo. Mi mano rozó una de las suyas justo cuando encontramos el que yo había estado buscando. Pude sentir –o al menos creí hacerlo- sus poros estremecidos, como se encogían y estiraban de nuevo. Miré sus labios justo cuando los mordía y después soltaba una risita, música para mis oídos.
La hice ponerse en pie, levantándola por la barbilla, de nuevo su figura quedó expuesta ante mi; sin poderlo controlar mi lengua se instaló en la blancura de la piel de su vientre, contagiándome del calor, llenándome del deseo del que estaba llena. Mis manos perfilaron el contorno de sus caderas y se detuvieron en las nalgas sólo para enterrar las uñas. La solté luego de empujarla suavemente hacia atrás. Me hice en pie y extraje de mi saco una pañoleta negra y larga. Cruzamos una mirada que pareció eterna y que me hizo perderme en la seducción innata de sus ojos. Pasé mi lengua por sus labios y ella quiso atraparla pero no le fue posible. Pasé la pañoleta frente a sus ojos y le hice un amarre detrás de la cabeza, apretándola lo suficientemente fuerte para que no se soltara. Mi lengua de nuevo se atracó con su piel, deslizándose por todo el cuello, dejando una fina tela de saliva untada en él. Gimió o creí que lo había hecho justo cuando llegué a sus senos. Mis dientes apretaron cada pezón con delicadeza incrementando la fuerza a cada segundo. Creí que terminaría por arrancárselos.
Me excitó ver la vulnerabilidad a la que estaba expuesta, saberla indefensa y a mis deseos me hizo aprovecharme de ello y encaminarla unos pasos, justo hasta donde una cuerda pendía de una aldaba incrustada en el techo.
La invité a tomar un café saliendo de la librería. Quería conocerla a fondo, saber todo acerca de su vida, acerca de su sexo. Ella accedió de la misma manera en la que había aceptado que yo pagara el libro que habíamos encontrado. Tanta disposición me tenía complacido y me hacía pensar que finalmente era una buena niña de casa a la que le gustaba ser bien atendida. Estaba por terminar su carrera y en efecto aún vivía con sus padres. Desde hacía mucho quería abandonar el nido y ser completamente independiente, sin embargo, gracias a los múltiples gastos de la escuela, no lo había logrado; y era por la misma razón por la no había mantenido una relación con algún hombre, nada más allá que no se tratara de una relación de trabajo. Me aclaró, sin embargo, que no era la razón por la que había aceptado mi invitación a tomar un café, insistió dejarme en claro que no estaba en un lapso de desesperación. Mientras hablaba, cerca de mi, detrás de la mesa, me sacié del erotismo de su mirada y creo que lo notó pues rara vez me regaló una mirada directa. En aquel momento quise ser cada palabra nacida de su lengua, quería ser lanzado por la suavidad de su lengua, bañado por la liquidez de su saliva, arañado por el filo de los resplandecientes dientes. Al termino de su presentación, la miré en silencio. Suspiró y cerró los ojos.
Tomé ambas manos para atarlas a uno de los extremos de la cuerda colgante, haciendo que ésta terminara entre las muñecas y así tiré del otro extremo para dejarla con las manos en alto. Sus senos se elevaron junto con sus brazos y los acaricie completos, comprobé su suavidad. Mi vista agradeció la perfección de su figura, en realidad no me había importado lo bien o mal que pudiera estar desarrollada cada parte de su cuerpo, sino más bien el uso que les permitiera darle. Acaricié la cicatriz en la comisura de su labio inferior. El primero de mis sellos, un estigma que apreciaba – tanto yo como ella- por sobre muchas otras cosas. Siempre he sentido cierta afición por sentir cicatrices con mis dedos o mejor aún, con mi lengua. Recuerdo cuanto sangró aquella herida, cuanto me sentí agradecido por beber la sangre que de ella emanaba y el dolor que se traducía en fatigados gemidos.
Pasé mis dedos por entre sus senos y bajé el centro de su cuerpo hasta llegar a su sexo. Lo acaricié sin reserva, llenando mis dedos de su humedad, de su deseo líquido. Dejé su sexo en paz y me alejé, su boca se mantuvo abierta mientras en silencio esperaba. La escasez de luz me daba pie a imaginar la realidad de su cuerpo, las curvas que en este se formaban y sentí un deseo imperante de poseerla, de morder cada parte de su piel, hacerla mía, forrarme de ella, hundirme en ella.
Tuve celos desbordantes de su lascivia, del erotismo natural del cuerpo femenino, del erotismo de la mujer en general. Desde siempre, he buscado contagiarme de él, hacerme un ser lleno de erotismo, un vampiro erótico. Abrí mi cinturón y lo jalé con fuerza. El sonido la estremeció arrancándole un sutil gemido apenas perceptible, sabría lo que vendría; empuñé el cuero y levante mi mano apretándolo con fuerza. La piel sintética, se estrelló contra la suya.
La despedí cerca de una estación de metro, la más cercana al lugar donde nos encontrábamos. Me pidió vernos de nuevo. Le había gustado conversar conmigo, según dijo, por lo que quería volver a verme, aunque no ahí, en otro lugar talvez, algo más... intimo.
No pasó mucho tiempo cuando la volví a ver, fue ella quien me llamó mientras yo trataba de preparar una cátedra de física para la facultad. Quedamos de vernos esa misma tarde en que el cielo estaba más gris que de costumbre.
El aire soplaba con esa frialdad característica del otoño, golpeando mi rostro y elevando mi pelo ya crecido. La miré acercarse, con su figura delicada, con sus pasos temerosos aunque decididos, con esa cadencia en sus caderas a cada movimiento, me gustaba su andar. Llegó con la cabeza agachada y con temor me miró a los ojos. Temor, siempre ese temor, ese miedo a ser descubierta, como si algo ocultara tras la inocencia de su mirada. La miré entonces como un pequeño ser asustado, como si se tratara de una niña abandonada por sus padres. Llevaba puesto un ceñido vestido con la falda corta debajo de un grueso abrigo negro que no me dejó ver más que la blancura en la parte baja de sus pantorrillas desnudas; los tacones altos la hacían lucir de mi estatura o quizá ligera más alta que yo. La saludé con un beso en la mejilla y sin decir más le tomé la mano.
Los gemidos se hicieron lamentos. De su boca escaparon fuertes gritos que inundaron el lugar. Era la fortuna de no contar con vecinos, aquella sinfonía de lamentos y golpes contra la piel llenaron con plena libertad la oscuridad de la habitación. Me acerqué para comprobar lo lastimado de sus nalgas. Mi sexo se hallaba sumamente hinchado y a poco de estallar. Con uno de mis dedos comprobé que aquello realmente le dolía y me alejé para ir en busca de una de las velas que acerqué para mirar lo enrojecido de la piel. Soltó un leve gemido, era como la secuela de la extenuante serie que había descargado antes. Entonces giré la vela vertiendo la cera ardiente sobre su cuerpo. El llanto no se hizo esperar y yo no torturé más a mi sexo, librándolo del pantalón me acomodé justo detrás de ella, para penetrarla con fuerza.
En aquel entonces ya habitaba el mismo departamento, sólo que estaba recién llegado por lo que casi no contaba con muebles, lo que pudo ella comprobar una vez que abrí la puerta. En la entrada sólo una mesa con cuatro sillas llenaban la primer estancia, al fondo la cocina tenía sólo lo indispensable y del otro lado, la puerta hacía la habitación más grande del lugar, desprovista de cortinas, nos dejaba ver la gran ciudad desde aquel quinto piso. Al fondo, del otro lado del ventanal, se hallaba la cama que miró con temor, entonces giró para quedar frente a mi y regalarme esa dulce mirada aterrada. La miré y le planté un dulce beso.
La cuerda hacía a su cuerpo bailotear casi suspendido en el aire, la había tomado por las caderas por lo que cada vez que hundía en ella mi sexo, la hacía balancearse. Tomé su pelo y tiré de él con fuerza, gritó de nuevo, dejando la boca abierta para recibir mi beso, mi lengua que se enredó con la suya como pudo. Me salí del beso para morderle los hombros, esta vez, quise dejarle marcado mis incisivos, sangrarla, ver correr los finos hilos de sangre por su espalda. Sus gritos no me dejaron ir más allá que mallugarle la piel, dejarla moreteada. Tomé sus senos y con fuerza los amasé; mi pelvis se estrelló contra sus nalgas, desprendiendo la cera ya seca de su cuerpo. Me sentí agradecido por cada gemido y enterré mis dientes de nuevo en su carne, gimió, gritó como nunca antes lo había hecho.
Le quité el abrigo negro y pude sentir el miedo impregnado en su cuerpo. La tibieza de su aliento me llenó el rostro cuando doblé mi cuerpo para bajar las mangas del abrigo. El escote en el vestido negro me dejó mirar el principio del bulto de sus senos que rocé con delicadeza. Me sentí realmente enamorado de aquella figura, de aquel cuerpo lleno de miedo y deseo, de todo lo que tenía dentro. Metí mi mano en su nuca, debajo de su pelo que esa llevaba suelto y puse mis labios sobre los suyos. El beso duró una eternidad y fue ella quien lo finalizó mordisqueando el mío inferior. Me gustó y le unté los rastros de mi sangre en su cuello. Me aparté y sin más, abrió el cierre en la espalda del vestido, sonreí perversamente.
Tiré de nuevo de su pelo para acercar su oído hasta mi boca, entonces le susurré que merecía aquel castigo, que tenía que dárselo y que tendría que soportarlo. Su respuesta fue un gemido que endulzó mis oídos. Apuré la velocidad en mi cuerpo, arañé sus costados y apreté sus caderas con fuerza, anunció su orgasmo con un lamento que me supo eterno y que a mi me hizo descargar todo mi deseo en su interior.
El silencio nos abrazó y al cabo de unos minutos en que pudo recobrar el ritmo de su respiración me lanzó un te amo al que yo correspondí.
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