Hola a todos. Ya les traje otro programita mas. En este, disculparán ustedes que sólo entre con el relato sin un saludo previo, pero el tiempo apremia. Disfrútenlo. ¡Salut!
Pistas
Crhis Verna
Dont entries / Bauhaus
Mum
San Pascualito Rey
Rock ‘nd Roll/Peaches
Sueño Imposible / Corcobado
Henry Lee/ P.J. Harvey & Nick Cave
60 seconds / Atari Teenage Riot
Mus
Enfermo de ti / Corcobado
Push to buttom/Chermical Brothers
Voice / Corcobado
Glommer Sunday / Diamanda Galas
Dolor orgásmico
La miré al fondo de la habitación, escondida entre la penumbra, escondiéndose de mi deseo, del suyo. La luz que entraba por el tremendo ventanal, me golpeaba un costado, en tanto que las titilantes flamas del par de velas al otro lado, iluminaban parte de mi rostro haciendo un tétrico juego de sombras en él, acentuando la mirada clavada en su apenas perceptible cuerpo.
Recuerdo haberla visto por primera vez en una librería. Ella buscaba algo sobre genética y yo el último libro de Juvenal Acosta. De inmediato su mirada me atrapó, como no suelo ser un hombre de muchas palabras me acerqué a ella a discreción para primero conocer su aroma. Como gato me deslicé hasta su lado y pude mirarla con atención. Un poco más baja de estatura que yo, aunque no mucho, tenía el pelo recogido en una coleta por detrás de la cabeza y su rostro estaba maquillado con sólo una fina línea negra en la orilla de cada párpado; no obstante aquello acentuaba la negrura de sus pestañas y el filo de su seducción.
Miré sus manos con atención y desee probarlas, lamerlas, sentirlas en mi piel, sentir las uñas recortadas enterrarse en mi espalda. El estilo de su ropa me hizo creer que se trataba de una niña recién liberada del yugo paterno. Me excitó. La simple idea de corromper tanta ingenuidad hizo a mi sexo hincharse, a mi deseo hervir y sentir la tremenda urgencia por llevármela de ahí para poseerla.
Con la mirada, le pedí acercarse. La debilidad de la luz me hizo descubrir su cuerpo como si la oscuridad fuera una gran cortina que en cada paso se deslizaba. Contemplé su desnudez y pude notar lo erguido de los pezones. Su mirada era una mezcla de lascivia y temor, un temor infundado quizá por la mía o tal vez por mi quietud en el sillón. Tomé la cadena que pendía del collar en su cuello, haciéndola descender lenta hasta quedar hincada entre mis piernas. De inmediato colocó sus manos sobre mis muslos y pude sentir a través de la tela del pantalón el calor de éstas. Acurrucó su cabeza sobre mi sexo, como si se tratara de un suave cojín donde pudiera recostarse. El simple contacto lo hizo crecer lentamente y ella pronto lo pudo sentir por lo que levantó la cabeza para mirarme de nuevo. Me excitó el miedo impreso en aquella mirada, me excitó tanto, que le acaricié la mejilla izquierda. Como un manso felino cerró los ojos y repegó su rostro contra la palma de mi mano. Sonreí.
Nunca pensé que hablarle fuera tan sencillo, mucho menos, que accediera a entablar una conversación conmigo. Su voz me hizo estremecer, era un voz limpia, suave, tierna. Estaba en el último semestre de Ingeniería genética y había salido en busca de un libro, más por despabilarse del resto de los textos a los que estaba acostumbrada, que por encontrar uno en particular.
Recuerdo haberle recomendado alguno de mis autores favoritos, algo que me agradeció con una sonrisa y que incluso me pidió le ayudara a buscar aquella tarde. El primer contacto fue furtivo. Mi mano rozó una de las suyas justo cuando encontramos el que yo había estado buscando. Pude sentir –o al menos creí hacerlo- sus poros estremecidos, como se encogían y estiraban de nuevo. Miré sus labios justo cuando los mordía y después soltaba una risita, música para mis oídos.
La hice ponerse en pie, levantándola por la barbilla, de nuevo su figura quedó expuesta ante mi; sin poderlo controlar mi lengua se instaló en la blancura de la piel de su vientre, contagiándome del calor, llenándome del deseo del que estaba llena. Mis manos perfilaron el contorno de sus caderas y se detuvieron en las nalgas sólo para enterrar las uñas. La solté luego de empujarla suavemente hacia atrás. Me hice en pie y extraje de mi saco una pañoleta negra y larga. Cruzamos una mirada que pareció eterna y que me hizo perderme en la seducción innata de sus ojos. Pasé mi lengua por sus labios y ella quiso atraparla pero no le fue posible. Pasé la pañoleta frente a sus ojos y le hice un amarre detrás de la cabeza, apretándola lo suficientemente fuerte para que no se soltara. Mi lengua de nuevo se atracó con su piel, deslizándose por todo el cuello, dejando una fina tela de saliva untada en él. Gimió o creí que lo había hecho justo cuando llegué a sus senos. Mis dientes apretaron cada pezón con delicadeza incrementando la fuerza a cada segundo. Creí que terminaría por arrancárselos.
Me excitó ver la vulnerabilidad a la que estaba expuesta, saberla indefensa y a mis deseos me hizo aprovecharme de ello y encaminarla unos pasos, justo hasta donde una cuerda pendía de una aldaba incrustada en el techo.
La invité a tomar un café saliendo de la librería. Quería conocerla a fondo, saber todo acerca de su vida, acerca de su sexo. Ella accedió de la misma manera en la que había aceptado que yo pagara el libro que habíamos encontrado. Tanta disposición me tenía complacido y me hacía pensar que finalmente era una buena niña de casa a la que le gustaba ser bien atendida. Estaba por terminar su carrera y en efecto aún vivía con sus padres. Desde hacía mucho quería abandonar el nido y ser completamente independiente, sin embargo, gracias a los múltiples gastos de la escuela, no lo había logrado; y era por la misma razón por la no había mantenido una relación con algún hombre, nada más allá que no se tratara de una relación de trabajo. Me aclaró, sin embargo, que no era la razón por la que había aceptado mi invitación a tomar un café, insistió dejarme en claro que no estaba en un lapso de desesperación. Mientras hablaba, cerca de mi, detrás de la mesa, me sacié del erotismo de su mirada y creo que lo notó pues rara vez me regaló una mirada directa. En aquel momento quise ser cada palabra nacida de su lengua, quería ser lanzado por la suavidad de su lengua, bañado por la liquidez de su saliva, arañado por el filo de los resplandecientes dientes. Al termino de su presentación, la miré en silencio. Suspiró y cerró los ojos.
Tomé ambas manos para atarlas a uno de los extremos de la cuerda colgante, haciendo que ésta terminara entre las muñecas y así tiré del otro extremo para dejarla con las manos en alto. Sus senos se elevaron junto con sus brazos y los acaricie completos, comprobé su suavidad. Mi vista agradeció la perfección de su figura, en realidad no me había importado lo bien o mal que pudiera estar desarrollada cada parte de su cuerpo, sino más bien el uso que les permitiera darle. Acaricié la cicatriz en la comisura de su labio inferior. El primero de mis sellos, un estigma que apreciaba – tanto yo como ella- por sobre muchas otras cosas. Siempre he sentido cierta afición por sentir cicatrices con mis dedos o mejor aún, con mi lengua. Recuerdo cuanto sangró aquella herida, cuanto me sentí agradecido por beber la sangre que de ella emanaba y el dolor que se traducía en fatigados gemidos.
Pasé mis dedos por entre sus senos y bajé el centro de su cuerpo hasta llegar a su sexo. Lo acaricié sin reserva, llenando mis dedos de su humedad, de su deseo líquido. Dejé su sexo en paz y me alejé, su boca se mantuvo abierta mientras en silencio esperaba. La escasez de luz me daba pie a imaginar la realidad de su cuerpo, las curvas que en este se formaban y sentí un deseo imperante de poseerla, de morder cada parte de su piel, hacerla mía, forrarme de ella, hundirme en ella.
Tuve celos desbordantes de su lascivia, del erotismo natural del cuerpo femenino, del erotismo de la mujer en general. Desde siempre, he buscado contagiarme de él, hacerme un ser lleno de erotismo, un vampiro erótico. Abrí mi cinturón y lo jalé con fuerza. El sonido la estremeció arrancándole un sutil gemido apenas perceptible, sabría lo que vendría; empuñé el cuero y levante mi mano apretándolo con fuerza. La piel sintética, se estrelló contra la suya.
La despedí cerca de una estación de metro, la más cercana al lugar donde nos encontrábamos. Me pidió vernos de nuevo. Le había gustado conversar conmigo, según dijo, por lo que quería volver a verme, aunque no ahí, en otro lugar talvez, algo más... intimo.
No pasó mucho tiempo cuando la volví a ver, fue ella quien me llamó mientras yo trataba de preparar una cátedra de física para la facultad. Quedamos de vernos esa misma tarde en que el cielo estaba más gris que de costumbre.
El aire soplaba con esa frialdad característica del otoño, golpeando mi rostro y elevando mi pelo ya crecido. La miré acercarse, con su figura delicada, con sus pasos temerosos aunque decididos, con esa cadencia en sus caderas a cada movimiento, me gustaba su andar. Llegó con la cabeza agachada y con temor me miró a los ojos. Temor, siempre ese temor, ese miedo a ser descubierta, como si algo ocultara tras la inocencia de su mirada. La miré entonces como un pequeño ser asustado, como si se tratara de una niña abandonada por sus padres. Llevaba puesto un ceñido vestido con la falda corta debajo de un grueso abrigo negro que no me dejó ver más que la blancura en la parte baja de sus pantorrillas desnudas; los tacones altos la hacían lucir de mi estatura o quizá ligera más alta que yo. La saludé con un beso en la mejilla y sin decir más le tomé la mano.
Los gemidos se hicieron lamentos. De su boca escaparon fuertes gritos que inundaron el lugar. Era la fortuna de no contar con vecinos, aquella sinfonía de lamentos y golpes contra la piel llenaron con plena libertad la oscuridad de la habitación. Me acerqué para comprobar lo lastimado de sus nalgas. Mi sexo se hallaba sumamente hinchado y a poco de estallar. Con uno de mis dedos comprobé que aquello realmente le dolía y me alejé para ir en busca de una de las velas que acerqué para mirar lo enrojecido de la piel. Soltó un leve gemido, era como la secuela de la extenuante serie que había descargado antes. Entonces giré la vela vertiendo la cera ardiente sobre su cuerpo. El llanto no se hizo esperar y yo no torturé más a mi sexo, librándolo del pantalón me acomodé justo detrás de ella, para penetrarla con fuerza.
En aquel entonces ya habitaba el mismo departamento, sólo que estaba recién llegado por lo que casi no contaba con muebles, lo que pudo ella comprobar una vez que abrí la puerta. En la entrada sólo una mesa con cuatro sillas llenaban la primer estancia, al fondo la cocina tenía sólo lo indispensable y del otro lado, la puerta hacía la habitación más grande del lugar, desprovista de cortinas, nos dejaba ver la gran ciudad desde aquel quinto piso. Al fondo, del otro lado del ventanal, se hallaba la cama que miró con temor, entonces giró para quedar frente a mi y regalarme esa dulce mirada aterrada. La miré y le planté un dulce beso.
La cuerda hacía a su cuerpo bailotear casi suspendido en el aire, la había tomado por las caderas por lo que cada vez que hundía en ella mi sexo, la hacía balancearse. Tomé su pelo y tiré de él con fuerza, gritó de nuevo, dejando la boca abierta para recibir mi beso, mi lengua que se enredó con la suya como pudo. Me salí del beso para morderle los hombros, esta vez, quise dejarle marcado mis incisivos, sangrarla, ver correr los finos hilos de sangre por su espalda. Sus gritos no me dejaron ir más allá que mallugarle la piel, dejarla moreteada. Tomé sus senos y con fuerza los amasé; mi pelvis se estrelló contra sus nalgas, desprendiendo la cera ya seca de su cuerpo. Me sentí agradecido por cada gemido y enterré mis dientes de nuevo en su carne, gimió, gritó como nunca antes lo había hecho.
Le quité el abrigo negro y pude sentir el miedo impregnado en su cuerpo. La tibieza de su aliento me llenó el rostro cuando doblé mi cuerpo para bajar las mangas del abrigo. El escote en el vestido negro me dejó mirar el principio del bulto de sus senos que rocé con delicadeza. Me sentí realmente enamorado de aquella figura, de aquel cuerpo lleno de miedo y deseo, de todo lo que tenía dentro. Metí mi mano en su nuca, debajo de su pelo que esa llevaba suelto y puse mis labios sobre los suyos. El beso duró una eternidad y fue ella quien lo finalizó mordisqueando el mío inferior. Me gustó y le unté los rastros de mi sangre en su cuello. Me aparté y sin más, abrió el cierre en la espalda del vestido, sonreí perversamente.
Tiré de nuevo de su pelo para acercar su oído hasta mi boca, entonces le susurré que merecía aquel castigo, que tenía que dárselo y que tendría que soportarlo. Su respuesta fue un gemido que endulzó mis oídos. Apuré la velocidad en mi cuerpo, arañé sus costados y apreté sus caderas con fuerza, anunció su orgasmo con un lamento que me supo eterno y que a mi me hizo descargar todo mi deseo en su interior.
El silencio nos abrazó y al cabo de unos minutos en que pudo recobrar el ritmo de su respiración me lanzó un te amo al que yo correspondí.
07 febrero 2010
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario